Querido lector, esto no es un pregón, una proclama ni un manifiesto. Es lícito, y a veces pertinente, escribir esa clase de textos, pero en este Día del Libro de 2014, instituido en conmemoración del manchego y el inglés que acaso más hicieron para que los libros fueran respetados, lo que procede es lanzar una llamada de auxilio, que al mismo tiempo sea, si es que eso es posible, una invitación a la ilusión y la esperanza.
El libro, lector, siempre ha estado en tus manos. Siempre fueron ellas las que lo sostuvieron contra las asechanzas y los enemigos que le salieron al paso, y que no fueron pocos. Quienes no celebran que los demás tengan felicidad y libertad, que existen y no descansan, vieron desde siempre en el libro, con buen criterio, un adversario al que debían combatir. No dudaron en prohibirlo, romperlo, triturarlo, quemarlo. Luego se volvieron más sutiles, y optaron por ningunearlo, por tratar de distraernos de él y finalmente por fabricar objetos con su misma forma pero con muy diferente función: si el libro siempre sirvió para agitar conciencias y abrir ventanas, hay volúmenes encuadernados con el propósito de aturdir, adormecer y encerrarnos en las angosturas de un mundo sin perspectivas que nos condene a consumir, lo necesitemos o no, cuanto que quieran vendernos.