Querido lector, esto no es un pregón, una proclama ni un manifiesto. Es lícito, y a veces pertinente, escribir esa clase de textos, pero en este Día del Libro de 2014, instituido en conmemoración del manchego y el inglés que acaso más hicieron para que los libros fueran respetados, lo que procede es lanzar una llamada de auxilio, que al mismo tiempo sea, si es que eso es posible, una invitación a la ilusión y la esperanza.
El libro, lector, siempre ha estado en tus manos. Siempre fueron ellas las que lo sostuvieron contra las asechanzas y los enemigos que le salieron al paso, y que no fueron pocos. Quienes no celebran que los demás tengan felicidad y libertad, que existen y no descansan, vieron desde siempre en el libro, con buen criterio, un adversario al que debían combatir. No dudaron en prohibirlo, romperlo, triturarlo, quemarlo. Luego se volvieron más sutiles, y optaron por ningunearlo, por tratar de distraernos de él y finalmente por fabricar objetos con su misma forma pero con muy diferente función: si el libro siempre sirvió para agitar conciencias y abrir ventanas, hay volúmenes encuadernados con el propósito de aturdir, adormecer y encerrarnos en las angosturas de un mundo sin perspectivas que nos condene a consumir, lo necesitemos o no, cuanto que quieran vendernos.
Esos pseudolibros no corren peligro, porque tienen quien los financie y promueva con el estímulo de sus intereses; pero los otros, los que desde siempre sirvieron para ensanchar la mente y descubrir el mundo, incluso o sobre todo los rincones menos iluminados y accesibles de él, se enfrentan al más terrible peligro: la indiferencia de sus legítimos destinatarios.
Estamos en un lugar donde nunca se leyó tanto como habría sido deseable; en un lugar donde acaso se lee ahora más que nunca, pero es la paradoja que muchos de esos lectores han dejado de apostar por el libro y quienes lo hacen, para echarse en brazos de unos intermediarios espurios que simplemente se dedican a replicar con máquinas los textos, sin el menor aprecio ni consideración por el alma de lo que cuentan.
Todos sabemos que los tiempos no son propicios, que muchos no tienen para sus necesidades básicas; no es a éstos a quienes se dirige esta llamada. Los interpelados son esos lectores que pudiendo apostar por el libro, han dejado de hacerlo; esas autoridades que han olvidado su función y, en lugar de proveer como es debido la biblioteca pública, la que ha de garantizar el derecho a la cultura de quienes no pueden sufragárselo, delegan esa función en copistas corsarios que arrasan con todo sin otra mira que aumentar sus ingresos por publicidad.
No hay en esta llamada la menor sombra de reproche. Haga cada uno con su libertad como mejor crea, y si el libro ha de morir porque la gente dejó de amarlo, muera y quede en el recuerdo o el olvido, como la gente prefiera. Pero si queda alguien que de veras ame lo que los libros son y contienen, demuéstrelo. Los libros no los hacen ni los harán jamás máquinas, por muy sofisticada que pueda llegar a ser su programación. Los libros los hacen personas que se dejan jirones de alma en el camino, con la aspiración, acaso insensata, de llegar a formar parte del alma de otras personas. De esas personas, acaso la que menos cuidado precise sea el escritor: quienes tienen la tara de hacer del mundo palabras lo harán de todos modos, en la prosperidad o la indigencia, la Historia así lo demuestra. Pero no es el escritor el único que crea este milagro: libreros, bibliotecarios, editores, impresores, incluso aquellos que critican o enseñan la literatura, contribuyen a que el libro sea lo que es, en vez de palabras muertas sobre un papel o una pantalla. No los despreciemos, cuidémoslos, porque sólo las plantas que se riegan crecen y dan sombra y frutos. No pensemos que todos pueden ser suplantados por un ejército de oportunistas que convierten la literatura en mercancía, en paquetes de bytes a los que es posible sacarles un rendimiento que prescinde por completo de lo que encierran.
Esto no es un reproche, lector. Es simplemente un recordatorio. El libro vive de tu afecto, y también de él vivimos, a fin de cuentas, aquellos que con nuestro trabajo y nuestro esfuerzo y nuestra fe ponemos el libro en tus manos. Si lo perdemos, tu afecto que todo lo sostiene, no tenemos nada, pero un día no lejano, tú tampoco tendrás libros, sino el simulacro que te servirá, con oscuros fines, un ejército de impostores sin corazón.
No lo permitamos, merecemos algo más que eso.
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