No existe acuerdo sobre el número de combatientes de ambos ejércitos ofreciendo cifras muy dispares, entre 12.000 y 70.000 en las filas cristianas y de 15.000 y 90.000 entre las musulmanas. Lo mismo sucede con las bajas que en cualquier caso fueron mayores entre los perdedores.
El ejército cristiano se dividió en tres cuerpos. El rey de Aragón mandó el ala izquierda, que se desplegó, a su vez, en tres líneas sucesivas: la vanguardia, a las órdenes de García Romero; Jimeno Coronel y Aznar Pardo dirigieron la segunda, mientras que el propio Rey mandaba la zaga.
Según Jiménez de Rada, los catalano-aragoneses fueron reforzados por milicias castellanas. El cuerpo central cristiano lo mandaba Alfonso VIII. Diego López de Haro comandaba la vanguardia; el conde Gonzalo Núñez, con los frailes del Temple, del Hospital, de Uclés (Santiago) y de Calatrava, formaban la segunda línea; la tercera, auténtica reserva cristiana, estaba a las órdenes Alfonso VIII, rodeado por Jiménez de Rada y los demás obispos, así como por los barones, Gonzalo Ruiz y sus hermanos, Rodrigo Pérez de Villalobos, Suero Téllez, Fernando García... Los flancos los protegían Rodrigo Díaz de los Cameros, su hermano, Alvaro y Juan González.
Sancho el Fuerte conducía el ala derecha de los cruzados con sus navarros -unos doscientos caballeros, escuderos y alguna gente de armas que había llevado-, por lo que hubo de ser reforzado por las milicias de Segovia, Ávila y Medina.
Los musulmanes dispusieron su ejército de manera ya muy experimentada. Dominaban las alturas y siguieron las normas de una batalla clásica: "los que avanzan perderán y los que se mantengan quietos aguantarán y vencerán" (Jean de Bueil). A nuestro juicio, al-Nasir debió instalar su palenque en el Cerro de las Viñas, donde actualmente se ubica el depósito de Aguas de Santa Elena, y allí organizó una formación en corral, es decir, un cuadrado cuyos lados estaban compuestos por tres líneas defensivas de infantes (en este caso, su guardia personal), atados entre sí -tanto para que no dejaran resquicios en la línea defensiva como para que lucharan hasta la muerte, pues no había posibilidades de huida- y con las lanzas clavadas en tierra, inclinadas y con las puntas dirigidas hacia el enemigo. Por delante del palenque, protegido a su vez por una barricada de diversos materiales -impedimenta, cajas y canastas para el transporte de armas y flechas, cadenas, estacas, etc.- se colocaron otras líneas de infantes.
Ése sería el campamento real y, además, del puesto desde donde al-Nasir dirigiría la batalla. El ejército almohade que iba a enfrentarse con los cristianos debió colocarse cubriendo todo el frente del avance cruzado -unos 1.500/1.700 metros entre las puntas de sus alas-. Dominando los cerros del Pocico, los Olivares y otras cotas intermedias, el califa musulmán dispuso en vanguardia infantería ligera bereber, juramentados procedentes de la zona de Azcora, cerca de Marrakech, que aspiraban a morir en aquella guerra santa. Lo consiguieron. En palabras del arzobispo de Toledo, fueron todos muertos.
Tras ellos, que sólo podían aspirar a desordenar el avance cruzado, los almohades se dispusieron en cuadros formados por varias filas de combatientes. Las más externas, integradas por guerreros armados con grandes lanzas, que oponían al asaltante una muralla de puntas de acero; en la segunda, formaban los lanzadores de jabalinas y los honderos; tras ellos, los arqueros, que debieron ser muy numerosos. Dice Jiménez de Rada: "En aquellos dos días no utilizamos, en ningún fuego, otra leña que las astas de las lanzas y flechas que habían traído consigo los agarenos; pese a todo, apenas si pudimos quemar la mitad, por más que no las echamos al fuego por razón de nuestras necesidades sino por quemarlas sin más".Y el obispo de Narbona asegura: "Ni dos mil acémilas serían bastantes para transportar tantas canastas de flechas."
Por último, en el centro de cada cuadro, estaba la caballería pesada almohade y andaluza. Contaban, además, con alas integradas por la caballería ligera, armada de lanzas y arcos, experta en las tácticas de la torna-fuga. Creemos que debieron actuar fundamentalmente en la bajada de la Mesa del Rey, apoyando a la infantería ligera juramentada, buscando en vano la captura de la formación cristiana.
Por tanto, la batalla se libró en el espacio comprendido entre la Mesa del Rey, al Norte, y los cerros del Pocico y Los Olivares, con un epílogo en la cumbre de Las Viñas, donde se situaría el palenque, al sur, siguiendo aproximadamente el eje de la actual carretera que une Santa Elena con la pedanía de Miranda del Rey.
La primera línea cristiana comandada por Diego López de Haro soportó la lluvia de dardos, jabalinas, flechas y piedras. Las alas del ejército y la segunda línea integrada por las Órdenes militares y los barones mandados por el señor de Cameros acudieron en su auxilio.
La caballería ligera árabe, y especialmente los arqueros kurdos, apostados en el Cerro de las Cañadillas del Calvario, hostigaron el descenso del ejército de los tres reyes, con una lluvia de flechas.
Tras desbaratar las avanzadillas de los juramentados musulmanes, el ataque cristiano chocó con las lanzas almohades, soportando una lluvia de dardos, jabalinas, flechas y piedras, quedando pronto en gran dificultad, pues debe tenerse en cuenta que peleaban siempre cuesta arriba, ascendiendo una vertiente a veces muy empinada, mientras que los almohades mantenían las alturas. En ese trance, las primeras filas de Diego López de Haro se rompieron y retrocedieron, dejando aislados y rodeados por los almohades a varios caballeros, entre ellos al propio López de Haro y a la gente de su casa.
Se cuenta que Alfonso VIII vio alarmado la desbandada de la primera línea y comentó que López de Haro se retiraba. Pero alguien le dijo que quien volvía la espalda no era el señor de Vizcaya, cuyos pendones se podían distinguir envueltos por los agarenos, sino las milicias serranas. López de Haro, al que se le había responsabilizado del desastre de Alarcos, se cubrió de gloria en las Navas, pero mal lo hubiese pasado si la segunda línea, constituida por las órdenes militares y los barones, mandados por el señor de Cameros, no hubieran arremetido contra los musulmanes, sacándole del apuro, primero y, luego, y cerrando filas y manteniendo la formación a duras penas. Eso produjo un elevado número de bajas entre ellos, sobre todo en las filas de las órdenes. Si apurada era la situación del centro, no era mejor la de las alas. En este punto es dramática la Crónica del arzobispo: "El noble Alfonso, al darse cuenta de ello y al observar que algunos con villana cobardía, no atendían a la conveniencia, dijo delante de todos al arzobispo de Toledo ¡Arzobispo, muramos, aquí yo y vos! Aquél respondió ¡De ningún modo; antes bien, aquí os impondréis a los enemigos! A su vez, el rey, sin decaer su ánimo dijo ¡Corramos a socorrer las primeras líneas que están en peligro! Entonces, Gonzalo Ruiz y sus hermanos avanzaron hasta éstos; pero Fernando García, hombre de valor y avezado en la guerra, retuvo al rey, aconsejándole que marchara a prestar socorro, controlando la situación."
Parece que fue precisamente en este momento cuando los almohades cometieron un grave error táctico: al ver retroceder a los cristianos, rompieron su formación, con el fin de dar alcance a los que volvían la espalda, sin tener en cuenta que todavía no habían entrado en liza las terceras líneas del ejército cruzado, donde formaban los hombres de confianza de los reyes y su caballería pesada. Posiblemente, la intervención de Fernando García, frenando al Rey, se debía a que estaba esperando que la caballería musulmana atacara y se dispersara por el campo.
En ese punto, avanzó lo más granado del ejército cristiano. Los tres reyes, juntos con sus caballeros y mesnadas, gente de armas mucho más diestra y mejor armada que las milicias y con mucho más espíritu y arrojo, se lanzaron por el centro que la caballería musulmana había dejado abierto. Así, en poco tiempo, quedó roto tanto el frente almohade como la zaga.
Tras romper el frente almohade, y franquear la línea de colinas, las tropas cristianas se encontraron ante el Cerro de las Viñas, en el que al-Nasir había establecido su palenque. Se produjo el enfrentamiento en las suaves vertientes que se forman entre ambos cerros, precisamente donde nace el Arroyo de los Quiñones. La ruptura de esta última defensa de los almohades debió ser acometida casi a la vez por los tres cuerpos de ejército cristiano: por el centro, los castellanos, mientras que catalano-aragoneses y navarros fueron los encargados de cerrar las pinzas de la tenaza alrededor del enemigo.
Más tarde, las alas quisieron capitalizar el protagonismo de la toma del palenque. El historiador Argote de Molina (Nobleza de Andalucía, Jaén, 1957, pág. 103) afirma que Aznar Pardo (uno de los jefes de la segunda línea catalano-aragonesa), precisamente por haber prendido fuego al palenque, tomó como armas heráldicas tres tizones verdes con llamas rojas en campo de oro. Mientras García Romero, que mandaba la primera línea, habría sustituido en su escudo el águila negra en campo de plata, por tres estacas de oro encadenadas en campo rojo.
Sin embargo, en el sentir popular, ha quedado Sancho el Fuerte de Navarra, como protagonista del asalto al palenque y la leyenda de que adoptó como blasón las cadenas que lo rodeaban. Esas cadenas, según asegura la tradición, son las que todavía se conservan en Roncesvalles. Sin embargo, ni su protagonismo ni su papel en la batalla de las Navas parecen decisivos. No podían serlo, pues a lo sumo sus fuerzas constituirían un 4 ó 5 por ciento del total del ejército cristiano; en consonancia, ninguna de las crónicas contemporáneas le otorga un papel relevante en la victoria, y el estudio pormenorizado del desarrollo de los acontecimientos de aquel 16 de julio contradice, también, su encumbramiento, promocionado mucho mas tarde. Tampoco las cadenas y la esmeralda del actual escudo de Navarra se remontan en su origen a la batalla de las Navas. El escudo de Sancho el Fuerte, águila negra sobre fondo rojo, se mantuvo hasta la muerte del rey, y lo sustituyó su sobrino y heredero, Teobaldo de Champagne. Las cadenas y la esmeralda son muy posteriores. Los castellanos también tienen su leyenda sobre el asalto del palenque. Según ésta, fue Álvaro Núñez de Lara, alférez Mayor de Castilla, quien, a lomos de su caballo blanco, pasó por encima de los defensores negros encadenados, rompiendo su línea defensiva.
Pero regresemos al último acto de la batalla. Hasta ese momento, al-Nasir, vistiendo una capa negra y con el Corán en la mano, había estado observando el desarrollo de la lucha desde la tienda roja. Cuando vio cómo avanzaban las líneas cristianas, a la par que su ejército se desperdigaba por el quebrado terreno, supo que la batalla estaba perdida y que poco podría ya hacer su guardia. El arzobispo refiere: "entonces el rey de los agarenos, a ruego de su hermano que se llamaba Zeyt Avozecri, recurrió a la huida a lomos de una montura entrepelada y llegó hasta Baeza, acompañado en el peligro por cuatro jinetes". La batalla había terminado, comenzando entonces la persecución de los vencidos, que la caballería prolongó cuatro leguas (22 km), hasta que se les hizo de noche, hacia las 21 horas.
La batalla estaba ganada comenzando entonces la persecución de los vencidos.
El botín fue abundante e importante: oro, plata, ricos vestidos, atalajes de seda y muchos otros ornamentos valiosísimos, además de mucho dinero y vasos preciosos, según las propias palabras del arzobispo, que añade: "Difícilmente podría calcular una fina mente que cantidad de camellos y otros animales además de vituallas fueron hallados allí."
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